Cambio de palacio
Cambio de palacio
Las bodas de Fígaro acaba de subir en una nueva producción del Colón, con dirección de Roberto Paternostro y régie de Davide Livermore y Alfonso Antoniozzi. La obertura se oye a telón abierto; la escena nos muestra una anciana apoltronada en el interior de un caserón abandonado, mientras otros no menos ancianos van ingresando con sus valijas. El cuadro tiene algo de geriátrico.
A final de la ópera nos enteraremos de que la anciana es Barbarina, la hija del jardinero. Se busca un efecto de distancia histórica, que tendrá su continuidad en lo que dejan ver las aberturas y paneles de ese caserón (el palacio del Conde), ingeniosamente construido en falsa escuadra: cuadrados que no son tales, perspectivas deformadas; todo un poco desplazado, en el espacio y en el tiempo.
El desplazamiento temporal tiene una continuidad dramática en las superficies y vistas exteriores del palacio. No es una puesta “de palacio”; el espacio no es cerrado, sino que deja filtrar significativos hechos históricos y naturales. Aberturas y paneles comentan la acción. Cuando en el segundo acto la condesa entona su desolada cavatina los rostros masculinos desaparecen como por arte de magia de la galería de retratos, y en la discusión del conde y la condesa de ese mismo acto ( Esci, ormai...
) se representa una ominosa tormenta; antes de todo eso, cuando el conde manda alistar a Cherubino las ventanas dejan ver escenas de la Primera Guerra, y cuando el paje entona su aria del deseo ( Non so piu ), fotografías de desnudos femeninos remiten al imaginario de esa época (el vestuario en general remite a comienzos del siglo XX, lo que no está mal: Las bodas preanuncia grandes cambios). Al ser un palacio tan abierto y cambiante, tampoco se extraña demasiado la ambientación tradicional del cuarto acto, que debería salir a respirar a “pleno pulmón” y transcurrir significativamente en el jardín. Aquí el jardín es el mismo palacio transformado en una especie de glorieta.
La puesta es consistente, como también la parte musical. En particular por las voces, empezando por la figura protagónica: el Fígaro del uruguayo Erwin Schrott es impecable por su calidad vocal, por su chispa, por su porte. El reparto tiene el plus de un generalizado physique du rôle , especialmente por la notable belleza de las sopranos Maija Kovalevska y Julia Novikova, respectivamente a cargo de la Condesa y de Susana.
Susana fue impecable vocalmente, y aunque a la Condesa tal vez le haya faltado una pizca de ternura en la celebre Porgi amor , su actuación musical fue convincente. Mención aparte merece la mezzo italiana Serena Malfi en el papel de Cherubino, tal vez lo mejor de toda la ópera junto con Fígaro. También destacaron Mathias Hausmann (Conde), Guadalupe Barrientos (Marcelina) y Oriana Favaro (Barbarina).
Si se descuenta la distracción general que se produjo entre el director y los músicos cuando el telón quedó trabado al comenzar el cuarto acto, la orquesta sonó ajustada. De todas formas, Paternostro tiene tiempos más bien lentos y por momentos resulta un poquito pesado. Al maestro italiano no le vendría una mirada por lo que se viene haciendo con la ópera del siglo XVIII desde las últimas tres décadas.
A final de la ópera nos enteraremos de que la anciana es Barbarina, la hija del jardinero. Se busca un efecto de distancia histórica, que tendrá su continuidad en lo que dejan ver las aberturas y paneles de ese caserón (el palacio del Conde), ingeniosamente construido en falsa escuadra: cuadrados que no son tales, perspectivas deformadas; todo un poco desplazado, en el espacio y en el tiempo.
El desplazamiento temporal tiene una continuidad dramática en las superficies y vistas exteriores del palacio. No es una puesta “de palacio”; el espacio no es cerrado, sino que deja filtrar significativos hechos históricos y naturales. Aberturas y paneles comentan la acción. Cuando en el segundo acto la condesa entona su desolada cavatina los rostros masculinos desaparecen como por arte de magia de la galería de retratos, y en la discusión del conde y la condesa de ese mismo acto ( Esci, ormai...
) se representa una ominosa tormenta; antes de todo eso, cuando el conde manda alistar a Cherubino las ventanas dejan ver escenas de la Primera Guerra, y cuando el paje entona su aria del deseo ( Non so piu ), fotografías de desnudos femeninos remiten al imaginario de esa época (el vestuario en general remite a comienzos del siglo XX, lo que no está mal: Las bodas preanuncia grandes cambios). Al ser un palacio tan abierto y cambiante, tampoco se extraña demasiado la ambientación tradicional del cuarto acto, que debería salir a respirar a “pleno pulmón” y transcurrir significativamente en el jardín. Aquí el jardín es el mismo palacio transformado en una especie de glorieta.
La puesta es consistente, como también la parte musical. En particular por las voces, empezando por la figura protagónica: el Fígaro del uruguayo Erwin Schrott es impecable por su calidad vocal, por su chispa, por su porte. El reparto tiene el plus de un generalizado physique du rôle , especialmente por la notable belleza de las sopranos Maija Kovalevska y Julia Novikova, respectivamente a cargo de la Condesa y de Susana.
Susana fue impecable vocalmente, y aunque a la Condesa tal vez le haya faltado una pizca de ternura en la celebre Porgi amor , su actuación musical fue convincente. Mención aparte merece la mezzo italiana Serena Malfi en el papel de Cherubino, tal vez lo mejor de toda la ópera junto con Fígaro. También destacaron Mathias Hausmann (Conde), Guadalupe Barrientos (Marcelina) y Oriana Favaro (Barbarina).
Si se descuenta la distracción general que se produjo entre el director y los músicos cuando el telón quedó trabado al comenzar el cuarto acto, la orquesta sonó ajustada. De todas formas, Paternostro tiene tiempos más bien lentos y por momentos resulta un poquito pesado. Al maestro italiano no le vendría una mirada por lo que se viene haciendo con la ópera del siglo XVIII desde las últimas tres décadas.
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